Mayapan
Escrito Cotidiano por Germán Andrés Gil
Esta historia empieza en un lugar que yo creía habitado por seres de otro planeta. Un lugar donde la miseria y la violencia comparten espacio. Donde las ganas de vivir y el empuje de su gente no tienen comparación y donde en cada esquina existe una historia de vida o de muerte.
Temprano, cerca del Parque Berrio, nos recogía la micro buseta que nos llevaba a ese destino “desconocido”. En aquella zona extraña debíamos realizar nuestro trabajo. Éramos un grupo heterogéneo de profesionales contratados por el Municipio, todos con ganas de trabajar y todos ajenos a aquella zona.
El recorrido duró mucho menos de lo que esperaba. Como cuando le decían a uno los papás, “Estamos cerquita, mijo, no se preocupe”. Esta vez, no tuve tiempo de preguntarle al chofer “¿Ya casi llegamos?”… con un frenazo nos despidió diciendo: “si se calienta la cosa, ahí mismo me llaman, chao”.
Nos bajamos en una escuela de la comuna Nororiental de Medellín. Habíamos llegado a ese extraño territorio y nos esperaba una larga fila de niños y niñas de la escuela, deseosos de que los examináramos. Unos muy alegres, otros insoportables y la gran mayoría sin desayuno.
El inicio de un examen visual requiere, como cualquier otro, la identificación del usuario, las planillas que sustentan el trabajo y donde quedan anotados los resultados finales del examen. Era hora de empezar.
Al cabo de dos horas de intenso trajín visual: “¿Qué letra ves allá?”, “¿Usas gafitas?” “¿Qué te pasa en los ojos?”, apareció de la nada el pequeño personaje de esta historia: metro y medio de alegría, moreno y con grandes ojos saltones. Alguien que llama la atención apenas lo conoces.
- Tu nombre, amiguito? – le pregunto yo.
- “Mayapan Jaramillo” – me responde.
- ¿Cómo? - replico.
- “Mayapan”- me dice con algo de rabia.
Yo anoto en la planilla M-a-y-a-p-a… y sin haber terminado de escribir su nombre, el niño me arrebata el lápiz con la impaciencia del que está acostumbrado a ver su nombre mal escrito cada vez que algún impertinente, como yo, le pide esa información.
Con la caligrafía de un niño de ocho años y mi mirada estupefacta por su grosería, veo como “realmente” se escribe el nombre del infante.
¡MADE IN JAPAN JARAMILLO!
Esa fue una de las grandes sorpresas que tuve en aquel territorio que por dos años se convirtió en mi segundo hogar.
Nunca supe si "Mayapan" tenía ascendencia nipona o si su distraída abuela -que lo bautizó y lo crió- le pareció gracioso bautizar al niño con el nombre que vio en el radio de pilas que le regalaron de navidad.
A los pocos días en la televisión, vi por el noticiero como a un niño de la Guajira le habían llamado “Alka Seltzer”.
La noticia en realidad no me asombró.
Para ese entonces, Mayapan ya era mi amigo.
Esta historia empieza en un lugar que yo creía habitado por seres de otro planeta. Un lugar donde la miseria y la violencia comparten espacio. Donde las ganas de vivir y el empuje de su gente no tienen comparación y donde en cada esquina existe una historia de vida o de muerte.
Temprano, cerca del Parque Berrio, nos recogía la micro buseta que nos llevaba a ese destino “desconocido”. En aquella zona extraña debíamos realizar nuestro trabajo. Éramos un grupo heterogéneo de profesionales contratados por el Municipio, todos con ganas de trabajar y todos ajenos a aquella zona.
El recorrido duró mucho menos de lo que esperaba. Como cuando le decían a uno los papás, “Estamos cerquita, mijo, no se preocupe”. Esta vez, no tuve tiempo de preguntarle al chofer “¿Ya casi llegamos?”… con un frenazo nos despidió diciendo: “si se calienta la cosa, ahí mismo me llaman, chao”.
Nos bajamos en una escuela de la comuna Nororiental de Medellín. Habíamos llegado a ese extraño territorio y nos esperaba una larga fila de niños y niñas de la escuela, deseosos de que los examináramos. Unos muy alegres, otros insoportables y la gran mayoría sin desayuno.
El inicio de un examen visual requiere, como cualquier otro, la identificación del usuario, las planillas que sustentan el trabajo y donde quedan anotados los resultados finales del examen. Era hora de empezar.
Al cabo de dos horas de intenso trajín visual: “¿Qué letra ves allá?”, “¿Usas gafitas?” “¿Qué te pasa en los ojos?”, apareció de la nada el pequeño personaje de esta historia: metro y medio de alegría, moreno y con grandes ojos saltones. Alguien que llama la atención apenas lo conoces.
- Tu nombre, amiguito? – le pregunto yo.
- “Mayapan Jaramillo” – me responde.
- ¿Cómo? - replico.
- “Mayapan”- me dice con algo de rabia.
Yo anoto en la planilla M-a-y-a-p-a… y sin haber terminado de escribir su nombre, el niño me arrebata el lápiz con la impaciencia del que está acostumbrado a ver su nombre mal escrito cada vez que algún impertinente, como yo, le pide esa información.
Con la caligrafía de un niño de ocho años y mi mirada estupefacta por su grosería, veo como “realmente” se escribe el nombre del infante.
¡MADE IN JAPAN JARAMILLO!
Esa fue una de las grandes sorpresas que tuve en aquel territorio que por dos años se convirtió en mi segundo hogar.
Nunca supe si "Mayapan" tenía ascendencia nipona o si su distraída abuela -que lo bautizó y lo crió- le pareció gracioso bautizar al niño con el nombre que vio en el radio de pilas que le regalaron de navidad.
A los pocos días en la televisión, vi por el noticiero como a un niño de la Guajira le habían llamado “Alka Seltzer”.
La noticia en realidad no me asombró.
Para ese entonces, Mayapan ya era mi amigo.
Comentarios
Nada más disonante que un nombre sajón como Jeison, Jenny o Duver, junto a un nombre castizo como Piraquive o Sastoque.
Parece que los padres no les trasmitieran los genes a sus hijos sino la burla de llamarse como payasos linguísticos.
Es el deseo de en medio de la pobreza intentar desde el nacimiento ser muy grande.
bygo