Una imagen del amor

La llamada registrada en la pantalla de mi celular es un ex-estudiante de la colegiatura, percusionista y cantante talentoso. Me propone tocar con su grupo todas las noches del fin de semana en un restaurante ubicado en Las Palmas; me comenta las condiciones. Yo digo "Sí".

Pasadas las noches, cada presentación se va volviendo inevitablemente igual a las anteriores, salvo si, por cualquier razón inexplicable, interpretamos demasiado bien o demasiado mal alguna de las canciones de cada vez. Esto segundo ocurrió cuando, por ausencia del pianista, debimos buscar su reemplazo en un amigo conocido de la cantante. Como el tiempo es poco, la preparación se limita a una señal del director: sigue tal canción, a tal velocidad, en tal tono. Si uno se la sabía o no, poco importa; si uno la tenía en esa tonalidad o en otra, no importa; si usted la necesita lenta para poderla digitar, no es asunto de nadie: se toca ésa, de la manera indicada, y no hay más qué discutir.

Esta vez la señal fue: "Sigue El aguacero, en La Bemol; un, dos, tres, cuá...". Pues bien, he aquí que, violando todos los principios de digitación, armonía y contrapunto, el pianista -que sólo una hora atrás nos habían presentado- ha iniciado, sorpresivamente (sorprendente incluso para él), la canción en otro tono. El resultado: la percusión no descifró qué acentos marcar, los instrumentos armónicos (piano y guitarra) no sabían si salirse del tono para seguir al pianista o esperar a que éste se acomodase, y el cantante (el más damnificado de todos), no adivinaba a quién seguir; de los coros ni hablemos.

Yo clavé la mirada en el suelo e hice toda la fuerza que pude. No era capaz de alzar la vista por temor de enterarme de la cara de extrañeza de toda la gente. Sin embargo, en un reflejo visual, pude ver, allá en un rinconcito del lugar, a una pareja de viejitos en una situación conmovedora: sin importar las síncopas del ritmo, las bitonalidades de las escalas, la ruta sin destino de los fraseos vocales, es decir, sin importar el desastre que allí sonaba, estos dos ancianos bailaban, comentaban sus cuitas, y disfrutaban del ambiente.

No tengo ni idea qué es el amor; por más que haya sentido emociones fuertes, por más que sea blanco de la ternura de mis papás, no lo puedo definir. Pero, a partir de esa noche, tengo para mí una imagen sugerente: una pareja con más de cincuenta años de vivir juntos, seguramente sordos, bailando abrazados, sin importar que nadie más en el lugar (ni siquiera los músicos) disfruten de lo que suena.

Se dice que el amor es ciego, sí; pero hay que agregar: ¡También es sordo!

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