Cenizas a las Cenizas
Por Carlos Eduardo Vásquez
Era la hora del almuerzo. Yo disfrutaba de la poesía en medio del otoño de ese parque al sur.
El viejo se acercó y pidió permiso para compartir la banca. Sacó un trozo de pan francés, un poco de jamón y se puso a masticar sus recuerdos.
Traía entre sus manos una hermosa vasija de madera pulida.
Nos hicimos amigos.
Sus zapatos cargaban el polvo de todas las plazas del mundo. Muchos soles surcaban su rostro del color del oro viejo.
No estaba solo. Antes de irse me presentó a su esposa:
“Durante los 30 años que estuvimos juntos - me dijo - nunca tuvimos un ‘Sí’ o un ‘No’. Solía ser una mujer encantadora ¿sabe? De todas las cosas, lo que más me gustaba de ella era un lunar que tenía justo debajo de su ombligo.”
Bajé la mirada inquisitivo... el sol se reflejaba en la madera. La urna de las cenizas brilló un instante con picardía y luego se apagó.

El viejo se acercó y pidió permiso para compartir la banca. Sacó un trozo de pan francés, un poco de jamón y se puso a masticar sus recuerdos.
Traía entre sus manos una hermosa vasija de madera pulida.
Nos hicimos amigos.
Sus zapatos cargaban el polvo de todas las plazas del mundo. Muchos soles surcaban su rostro del color del oro viejo.
No estaba solo. Antes de irse me presentó a su esposa:
“Durante los 30 años que estuvimos juntos - me dijo - nunca tuvimos un ‘Sí’ o un ‘No’. Solía ser una mujer encantadora ¿sabe? De todas las cosas, lo que más me gustaba de ella era un lunar que tenía justo debajo de su ombligo.”
Bajé la mirada inquisitivo... el sol se reflejaba en la madera. La urna de las cenizas brilló un instante con picardía y luego se apagó.
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