El Baño (primera parte)

En fin. No sé por qué pienso tantas cosas mientras participo de una fila. Una voz chillona interrumpe mis reflexiones, es la señora que no se baña. Su procesión es retirar dinero con libreta. La niña de la ventanilla parece indicarle un error en el formato de consignación. Insisto mentalmente: si no se baña no va a poder hacer nada bien.
Pronto será mi turno en la ventanilla. Mientras, recuerdo mi baño de todos los días, antes de las seis de la mañana con agua fría. Bañarse es rejuvenecer. Salir a la calle sin haber rejuvenecido no es un atentado contra la salud tanto como contra la psicología; nuestra personalidad se ve diezmada, decimos las cosas con menos convicción. Le debemos un homenaje al ritual del baño.
Muchos remedios caseros pasan por el alivio de un baño, usualmente tibio, acompañado de algunas sales, hiervas o paños. Pero no sólo la salud acude a él; la diversión también lo presencia. Pensemos en la piscina, la pileta, el tobogán, el charco, el mar… Estar allí es sumergirse, untarse, flotar, dejarse absorber, abandonarse. Y reír. Por esto también nos damos baños de sol (o de popularidad).
Si por algo “uno no se baña dos meses en el mismo río”, es porque el baño es movimiento. Uno se mueve en él, y él se mueve en uno. Las olas elevan nuestro cuerpo, las corrientes del río nos arrastran, la espuma de la bañera nos supera. La farándula funciona parecido: un cuerpo es bañado en las miradas, los comentarios. Quien gusta de “faranduliar”, siente el mismo alivio y la misma diversión de quien toma un baño.
Corregido el error, la señora sale. A los pocos minutos soy yo quien abandona el banco. De camino a mi oficina, intento el ejercicio de pensar que sólo hay dos grupos sociales, los que nos bañamos y los que no. En el Parque, una paloma sale de la fuente, sacude su húmeda cabeza, y vuela hacia un techo: le espera un día soleado.
*Carlos Andrés*
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