Última Noche en Guatapé
Escrito Cotidiano por Carlos Eduardo Vásquez.
Abro los ojos en medio de la noche. No recuerdo bien en qué lugar estoy. Todo está callado. El espacio se siente extraño y diferente. Me incorporo un poco en la cama y las tablas se quejan. La casa duerme mientras la oscuridad y el silencio se hermanan. La vejiga me dice que tengo que encontrar un baño pronto o el amanecer se hará eterno.
Mi memoria intenta recordar la disposición del cuarto. Esta habitación ya era ajena, incluso antes de apagar la luz. La cama se siente amplia y cómoda. No recuerdo el tamaño del cuarto ni la ubicación del lecho en relación a la puerta. El interruptor está por ahí, en algún lugar. La cabecera de la cama está junto a una pared. Mi mano, en una larga caricia, flota a milímetros de su superficie.
Recuerdo haber visto unas fotografías de la ocupante original del cuarto. Estaban sobre la mesita frente a la cama. Las recuerdo porque me ofrecieron una sonrisa tranquilizadora antes de acostarme. Al lado había un closet amplio con un televisor de los 60’s...
!Lo encontré! pulso el botón y se hace la luz. Los fantasmas de lo desconocido salen despavoridos hacia los rincones... Voy al baño y regreso.
Hace un par de horas me dejaron en este cuarto para pasar la noche. Había también una toalla limpia, un jabón pequeño junto a las fotos y un par de cobijas sobre la cama. Las cobijas eran enormes y deliciosas. Decidí arroparme con la que ostentaba la mirada azul de unos perros de Alaska. Dios bendiga la hospitalidad de esta familia.
Definitivamente, los espacios nos pertenecen solo a través del conocimiento que tenemos de ellos. Dormimos una noche en una casa ajena y la oscuridad transforma la disposición de las cosas en un laberinto. No existe norte ni sur. Las ventanas y puertas se desdibujan. Los sonidos se burlan de la imaginación.
Regreso al sueño con una idea rondándome la cabeza…
Por evocación traemos a la mente lo que nos pertenece. Pero, la bruma de lo ajeno se exorciza únicamente a través de la luz.
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Abro los ojos en medio de la noche. No recuerdo bien en qué lugar estoy. Todo está callado. El espacio se siente extraño y diferente. Me incorporo un poco en la cama y las tablas se quejan. La casa duerme mientras la oscuridad y el silencio se hermanan. La vejiga me dice que tengo que encontrar un baño pronto o el amanecer se hará eterno.
Mi memoria intenta recordar la disposición del cuarto. Esta habitación ya era ajena, incluso antes de apagar la luz. La cama se siente amplia y cómoda. No recuerdo el tamaño del cuarto ni la ubicación del lecho en relación a la puerta. El interruptor está por ahí, en algún lugar. La cabecera de la cama está junto a una pared. Mi mano, en una larga caricia, flota a milímetros de su superficie.
Recuerdo haber visto unas fotografías de la ocupante original del cuarto. Estaban sobre la mesita frente a la cama. Las recuerdo porque me ofrecieron una sonrisa tranquilizadora antes de acostarme. Al lado había un closet amplio con un televisor de los 60’s...
!Lo encontré! pulso el botón y se hace la luz. Los fantasmas de lo desconocido salen despavoridos hacia los rincones... Voy al baño y regreso.
Hace un par de horas me dejaron en este cuarto para pasar la noche. Había también una toalla limpia, un jabón pequeño junto a las fotos y un par de cobijas sobre la cama. Las cobijas eran enormes y deliciosas. Decidí arroparme con la que ostentaba la mirada azul de unos perros de Alaska. Dios bendiga la hospitalidad de esta familia.
Definitivamente, los espacios nos pertenecen solo a través del conocimiento que tenemos de ellos. Dormimos una noche en una casa ajena y la oscuridad transforma la disposición de las cosas en un laberinto. No existe norte ni sur. Las ventanas y puertas se desdibujan. Los sonidos se burlan de la imaginación.
Regreso al sueño con una idea rondándome la cabeza…
Por evocación traemos a la mente lo que nos pertenece. Pero, la bruma de lo ajeno se exorciza únicamente a través de la luz.
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