Visitas de sábado: Parque de Bolívar.

(acuarela de Fernando Turk)


El mundo que redescubro cada vez en este parque no se cansa de sorprenderme. Hace algunas bastantes décadas, éste era el lugar de las clases ricas: las señoras de apellido venían a pasear sus bebés en adornados coches, mientras hablaban con alguna de sus amigas de cabellos claros sobre las últimas cartas de ese hijo que estaba estudiando en alguna universidad importante de París. El de Bolívar, era el parque de las clases pudientes, mientras el de Berrío era la zona para el comercio, donde toda clase de oficinistas y hombres de bolsa hablaban de las tasas de interés como si se tratara de papas y yucas, las cuales se negociaban, por cierto, en Guayaquil. Hubiese querido vivir en aquel Medellín, para ir por Palacé y Carabobo desde el Parque de Bolívar, hasta Guayaquil pasando, desde luego, por el Parque de Berrío, y cerciorarme de cómo tanta diferencia, en el fondo lo que hace es igualarnos.

En fin, los tiempos han cambiado, y nosotros con ellos, y ahora este parque es una ciudad dentro de la ciudad; o mejor: un banco de pedacitos de la ciudad. Ya no se ven las señoras millonarias; sólo quedan algunas que pasean sus memorias bajo cabellos blanquecinos de destellos morados.

De todo se ve aquí. Hoy me llama la atención un señor que tiene un “noticiero público”. A él nadie le paga; simplemente usa un equipo de amplificación, unas mesas, y habla sobre los temas más álgidos de la vida pública nacional. Esta vez hablaba sobre la reforma tributaria. Al frente, el hombre orquesta acompaña su voz con un bombo, una pandereta y una guitarra, cuyos sonidos acompañan las melodías salidas de su armónica. Su voz es ya opaca; serán muchos los veranos y los inviernos como éste que sus cuerdas vocales habrán tenido que esforzarse al máximo para vivir, vivir cantando. Enseguida, un mimo que habla realiza su montaje escénico con objetos que los asistentes, osados, le facilitan en el acto mismo; anillos de “oro Golfy”, billetes de diez mil, relojes de mica verde, pañuelos de Alberto VO5, agendas de ribetes dorados y demás objetos de la vida cotidiana, se encuentran en el centro de su escenario. Más cerca de la Catedral Metropolitana, esa inmensa mole construida con ladrillos, cuatro borrachos comparten los últimos tragos de una botella de aguardiente. No será la primera de la tarde, ni la última de sus vidas; huelen a alcohol aunque se encuentren lejos de mí. Brindan por las mujeres, y se desean entre ellos “feliz feria de las flores, compadre”.

Yo sigo en mi conversación mientras intento observar cada detalle. Son muchos, demasiados, me exceden, me superan. Y me aterran a veces. Y me encantan otras.

Al otro extremo, donde comienza Junín, un grupo de sordomudos también se dedican, en su lugar habitual, a debatir sobre asuntos que mi ignorancia me permite desconocer. Pero una cosa parece clara: mientras todo el parque gira alrededor del sonido: músicas y palabras que se intercambian por monedas, o por más músicas y palabras, ellos construyen su oasis al pie de uno de los árboles ancestrales, y -en pie de igualdad, en razón de justicia- habitan el espacio desde sus códigos y sus potencialidades.

Y luego de ver tantas formas de existencia, tantas formas de vida insistiendo en la vida, en “la lucha” como ellos llaman, pienso que en la señora negrita que vende chuzos, en el artesano que pone manillas de hilo, en el hombre de campo que vende sus botellas de vidrio sopladas, así como en el poeta que fotocopia sus palabras… hay vida, vitalidad; no un asunto de mero rebusque. Hay, por decirlo así, una cierta artesanía de la vida, un modo sutil de volver cada gesto un momento inolvidable. Porque aquí la vida tal vez no tenga sentido definitivo, pero se le está buscando. Así que pienso que hay muchas formas de morir, pero seguro una de las más dignas es en el intento: morir en el intento. Y aquí veo, desde luego, muchos intentos.

Comentarios

Carlos Vásquez dijo…
El parque Bolívar es un ícono. En mi época temprana de universidad me encantaba pasearme de corrillo en corrillo escuchando a los zaratustras criollos hablar sobre lo humano y lo divino. Recuerdo un anarquista español de pañuelo verde, un negro jubilado que era medio técnico del fútbol y un fakir obeso que se acostaba sobre las botellas despicadas.
Anónimo dijo…
este blog me hece pensar en un parque preferido, por mi: la plazuela de San Ignacio, quiza no tenga toda la historia que el Bolivar, pero cuando estoy ahi, siento, lo mismo que su merce siente en el Bilivar.
Anónimo dijo…
Cada persona es un mundo distinto, y la manera en que mejor se reflejan estas discrepancias es en el proceso que hay entre el admirado y el admirador; pues para mí el admirar más que una gracia es una virtud, porque ni uno mismo alcanza a comprender hasta que punto se puede sorprender con la simpleza y cotidianidad de unas cosas o personas. Este parque en especial me lo recordó. Xiomy
Anónimo dijo…
Honestamente a mí nunca me había llamado la atención el Parque de Bolívar, hasta que alguna vez me tocó ir un sábado como a las 11 de la mañana en pleno Sanalejo. Vi el parque muy distinto a cualquier otro día y pude sentirlo lleno de historias de ese Medellín cuando por allí se paseaba la clase pudiente y el Medellín de ahora tan sumergido en el comercio.... ¿Qué dirían los primeros "habitantes" del Bolívar si lo vieran hoy?....

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