La Ruta del Maniático
El taxi colectivo espera al resto de pasajeros. El señor de los sábados con sus legumbres y su tufo de aguardiente se ha acomodado en el puesto de adelante. Subo al carro de prisa. Afuera llueve.
Quince minutos después una señora ocupa conmigo la silla de atrás. El conductor ajusta su cinturón y sale a la carretera. Todo está bien, media hora más de viaje y habremos llegado.
El parabrisas se empaña por el calor de los ocupantes. Afuera llueve.
En la primera curva, el conductor saca una bolsa negra de plástico y limpia con ella la bruma líquida del parabrisas. Funciona. Conocía de la picadura de cigarro y de la saliva en las caretas de buceo para evitar el empañamiento, pero este truco de la bolsa...
Sospecho que el tipo acaba de ser aconsejado por algún veterano del gremio sobre esta nueva práctica, pues, a partir de ese punto, el viaje se convierte para él en una batalla personal contra la bruma y para mí en una tortura. Afuera llueve.
Cada dos curvas, el tipejo este, pasa la bolsa por la superficie de vidrio. No le importa soltar el volante o que otros carros vengan en dirección contraria y tenga que corregir el rumbo del carro a centímetros de ser arrollado por otros vehículos.
Observo los barrancos a la orilla de la carretera con creciente incertidumbre. Clavo los dedos en el respaldo de la silla y me preparo para el impacto. Trato de hablar, pero el pánico se apodera de mí. Afuera llueve.
La pulcritud se transforma en obsesión y la neurosis en psicosis cuando intenta borrar un rayón en el parabrisas a punta de bolsa negra.
Dios es grande y nos permite llegar ilesos. Yo no me bajo del carro; huyo del maniático. El tipo me reclama el pasaje, pues del susto olvidé pagarle. Me devuelvo, le pago y, si no fuera por la lluvia, besaría el suelo en agradecimiento.
Los siguientes veinte minutos los paso en un jeep Nissan viejo. Mientras se llena el carro y llega el “chivero”, repaso la colección de imágenes de la virgen que decoran el tablero. Un escapulario gigante cuelga del retrovisor junto a un collar de conchas rosadas. Repaso las estampas de Jesucristo que van desde su nacimiento y reposo en el regazo de su madre hasta su crucifixión, pasando por el niño con brazos abiertos que representa su divina niñez. Afuera llueve.
Finalmente, llega el conductor, un señor agradable y cálido que me saluda con una frase climática: “Que invierno tan tremendo, ¿no le parece?”. Emprendemos el segundo tramo del viaje. Esta vez, voy adelante junto al chofer. La misma situación... a los 500 metros de haber arrancado, ¡tas! el vidrio empañado. Observo al señor por el rabillo del ojo. No parece percatarse del asunto, sigue sonriendo y hablando de la lluvia. Otro par de minutos y nada... Esto se pone feo, pues el tipo no solo no puede ver la carretera sino que conversa y mira a sus pasajeros por el retrovisor. El siguiente vía crucis comienza... Afuera llueve.
El tipo va prácticamente a ciegas y mi corazón empieza a avisarme que ya está bien de sustos por hoy. Mi paciencia llega a su límite. Al fin y al cabo, son vidas humanas las que lleva, incluida la mía. Aclaro la garganta y casi gritando le digo:
“Oiga, es que usted no conoce las bolsas negras de plástico, ¿o qué?”
Quince minutos después una señora ocupa conmigo la silla de atrás. El conductor ajusta su cinturón y sale a la carretera. Todo está bien, media hora más de viaje y habremos llegado.
El parabrisas se empaña por el calor de los ocupantes. Afuera llueve.
En la primera curva, el conductor saca una bolsa negra de plástico y limpia con ella la bruma líquida del parabrisas. Funciona. Conocía de la picadura de cigarro y de la saliva en las caretas de buceo para evitar el empañamiento, pero este truco de la bolsa...
Sospecho que el tipo acaba de ser aconsejado por algún veterano del gremio sobre esta nueva práctica, pues, a partir de ese punto, el viaje se convierte para él en una batalla personal contra la bruma y para mí en una tortura. Afuera llueve.
Cada dos curvas, el tipejo este, pasa la bolsa por la superficie de vidrio. No le importa soltar el volante o que otros carros vengan en dirección contraria y tenga que corregir el rumbo del carro a centímetros de ser arrollado por otros vehículos.
Observo los barrancos a la orilla de la carretera con creciente incertidumbre. Clavo los dedos en el respaldo de la silla y me preparo para el impacto. Trato de hablar, pero el pánico se apodera de mí. Afuera llueve.
La pulcritud se transforma en obsesión y la neurosis en psicosis cuando intenta borrar un rayón en el parabrisas a punta de bolsa negra.
Dios es grande y nos permite llegar ilesos. Yo no me bajo del carro; huyo del maniático. El tipo me reclama el pasaje, pues del susto olvidé pagarle. Me devuelvo, le pago y, si no fuera por la lluvia, besaría el suelo en agradecimiento.
Los siguientes veinte minutos los paso en un jeep Nissan viejo. Mientras se llena el carro y llega el “chivero”, repaso la colección de imágenes de la virgen que decoran el tablero. Un escapulario gigante cuelga del retrovisor junto a un collar de conchas rosadas. Repaso las estampas de Jesucristo que van desde su nacimiento y reposo en el regazo de su madre hasta su crucifixión, pasando por el niño con brazos abiertos que representa su divina niñez. Afuera llueve.
Finalmente, llega el conductor, un señor agradable y cálido que me saluda con una frase climática: “Que invierno tan tremendo, ¿no le parece?”. Emprendemos el segundo tramo del viaje. Esta vez, voy adelante junto al chofer. La misma situación... a los 500 metros de haber arrancado, ¡tas! el vidrio empañado. Observo al señor por el rabillo del ojo. No parece percatarse del asunto, sigue sonriendo y hablando de la lluvia. Otro par de minutos y nada... Esto se pone feo, pues el tipo no solo no puede ver la carretera sino que conversa y mira a sus pasajeros por el retrovisor. El siguiente vía crucis comienza... Afuera llueve.
El tipo va prácticamente a ciegas y mi corazón empieza a avisarme que ya está bien de sustos por hoy. Mi paciencia llega a su límite. Al fin y al cabo, son vidas humanas las que lleva, incluida la mía. Aclaro la garganta y casi gritando le digo:
“Oiga, es que usted no conoce las bolsas negras de plástico, ¿o qué?”
- Carlos Eduardo -
Comentarios
no les importa a las personas que de una o otra forma tenemos que entergarle nuestras vidas por que eso si es una verdadera ODISEA llegar a un destino a salvo .....
... por qué no se habrán inventado la teletransportación? A Mr. Spock parecía serle funcional en Star Treck
Gracias por el cumplido.
me llamo la atención por que no haces un blog sobre esto sería la primera en opinar.kro
Caro: Tienes razón, es una excelente idea. ¿Y qué tal si lo hacemos al contrario, tu haces el blog y yo soy el primero en opinar?
Un fuerte abrazo a las dos.
comunicarlos@hotmail.com
Un abrazo,
Carlos Eduardo Vásquez