El Gallo de los Huevos de Oro
Por Carlos Vásquez
"Cuidado con lo que sueñas porque se te puede volver realidad", me decía un sabio personaje de mi niñez cuando yo le contaba los maravillosos planes que tenía para mi vida adulta. Tal parece que los seres humanos tenemos esa necesidad psicológica de creer que cumplir nuestros anhelos a toda costa es lo que más nos conviene. Y la verdad es que muchas veces tener todo lo que añoramos podría hacernos más daño del que imaginamos. Así lo prueba, guardando las proporciones, la siguiente experiencia.
Estuve visitando una finca este fin de semana. Nada inusual. Eran dos cuadras de tierra, una casa principal de buen tamaño con costados irregulares y al fondo, un corral de gallinas. Mejor dicho, dos corrales de gallinas, cada uno de ellos con cuatrocientas aves.
-Es un sistema de semipastoreo -me contó el mayordomo.
Luego, me dio una cantidad de datos adicionales, pero como yo, de producción de aves poco o nada sé, me entretuve en mirar la actividad frenética de casi un millar de aves a las cuatro de la tarde. Una especie de zumbido salía de las gargantas de las incansables plumíferas.
De pronto, me fijé en un hermoso gallo negro con visos dorados y una imponente cresta roja. A diferencia de sus amigas gallinas, este ejemplar no estaba encerrado sino suelto por ahí. Largas plumas negras cubrían su cuerpo desde el cuello hasta la espalda y remataban en una cola de sólidas plumas arqueadas. El poderoso animal, pese a que tenía toda la finca para andar a sus anchas, permanecía neciamente junto a la puerta de uno de los cercados. Caminaba ostentosamente de un lado para el otro y se moría de ganas de entrar a semejante harén gallino a como diera lugar. Hasta donde alcanzaba mi vista no había otro macho rival que amenazara su dominio, por eso estoy seguro de que si hubiera podido entrar, el gallo negro sería el rey absoluto del gallinero.
"Cuidado con lo que sueñas porque se te puede volver realidad", me decía un sabio personaje de mi niñez cuando yo le contaba los maravillosos planes que tenía para mi vida adulta. Tal parece que los seres humanos tenemos esa necesidad psicológica de creer que cumplir nuestros anhelos a toda costa es lo que más nos conviene. Y la verdad es que muchas veces tener todo lo que añoramos podría hacernos más daño del que imaginamos. Así lo prueba, guardando las proporciones, la siguiente experiencia.
Estuve visitando una finca este fin de semana. Nada inusual. Eran dos cuadras de tierra, una casa principal de buen tamaño con costados irregulares y al fondo, un corral de gallinas. Mejor dicho, dos corrales de gallinas, cada uno de ellos con cuatrocientas aves.
-Es un sistema de semipastoreo -me contó el mayordomo.
Luego, me dio una cantidad de datos adicionales, pero como yo, de producción de aves poco o nada sé, me entretuve en mirar la actividad frenética de casi un millar de aves a las cuatro de la tarde. Una especie de zumbido salía de las gargantas de las incansables plumíferas.
De pronto, me fijé en un hermoso gallo negro con visos dorados y una imponente cresta roja. A diferencia de sus amigas gallinas, este ejemplar no estaba encerrado sino suelto por ahí. Largas plumas negras cubrían su cuerpo desde el cuello hasta la espalda y remataban en una cola de sólidas plumas arqueadas. El poderoso animal, pese a que tenía toda la finca para andar a sus anchas, permanecía neciamente junto a la puerta de uno de los cercados. Caminaba ostentosamente de un lado para el otro y se moría de ganas de entrar a semejante harén gallino a como diera lugar. Hasta donde alcanzaba mi vista no había otro macho rival que amenazara su dominio, por eso estoy seguro de que si hubiera podido entrar, el gallo negro sería el rey absoluto del gallinero.
Al otro lado de la puerta del corral, una docena de ponedoras amontonadas miraban el gallo con un claro interés marital. Lo seguían si se movía a izquierda o a derecha como si fueran una sola ave. Cada dos o tres minutos se agachaba el galán y se agachaban las pretendidas. Algo incomprensible para mí se tenían que estar diciendo pues permanecían largo tiempo con los picos muy juntos y los cuellos a ras de suelo mientras la malla los separaba de su frenesí avícola.
Mi mente interpretaba la desesperada situación del gallo de varías maneras. La primera era que este espécimen era un prisionero fuera de su jaula. Irónicamente, el pobre animal, no necesitaba ninguna reja que lo contuviera para ser libre. Por el contrario, lo que necesitaba era un resquicio en la malla para poder entrar y enseñorearse en su paraíso particular. Ese gallo era un prisionero del mundo exterior que jamás intentaría escapar aunque muriese de desconsuelo junto a la puerta del gallinero.
La segunda conclusión, más en concordancia con la primera idea de este texto, era que este gallo definitivamente no podía estar junto a las gallinas porque podría morir extenuado. Por su propio bien, lo que le convenía era estar afuera de la reja y no dentro del corral. En su cerebro gallinesco, nuestro personaje no podía entender que cuatro centenares de "señoras" requiriendo sus servicios al capricho de sus urgencias son demasiada actividad para un pobre gallito de corral, por más imponente que parezca.
Y es que éste no era trabajo para un gallo cualquiera, no señor... tanta gallina junta y tanta ansia acumulada eran trabajo para un súper gallo... atender a tantas aves en simultánea era una misión para un campeón de la monta... mejor dicho, lo que este galán de los corrales no podía comprender era que complacer a tantas congéneres fuera un trabajo solo realizable por el legendario gallo de los “huevos de oro”.
Comentarios
En parte lo bueno de ser Ser Humano, es que (dice Freud) uno puede sublimar sus pasiones de diferentes formas, como la conversación, el juego, la imagen. En otras palabras, la líbido puede proyectarse de otras maneras.
A los pobres animalitos no les queda de otra que procrearse, tarea para unos huevos de oro.