Ciego de las Orejas
Por Carlos Vásquez
Nunca entendí lo difícil que es ser un buen
vendedor hasta que viví los hechos que relato a continuación. La paciencia, la prudencia y la cortesía más
allá de toda prueba son los antídotos de estos hombres y mujeres curtidos en
todas las necedades humanas.
Resulta que hace
un par de años realicé una incursión al centro de Medellín en busca de unos
lentes nuevos. La miopía en mi ojo
derecho había sufrido un ligero incremento. Esta vez, quería escoger un buen
marco y estaba decidido a invertir un tiempo para quedar satisfecho con la
compra. Así que luego de visitar una
docena de ópticas desde el Éxito de San Antonio hasta el parque Bolívar, sin
obtener resultados positivos, encontré un lugar con un vendedor muy paciente y
un gran surtido de marcos para escoger. “Aquí
fue”, pensé.
Diez minutos
después tenía sobre el mostrador veinte marcos de plástico y otros veinte de
metal. El vendedor, un hombre maduro, un
paisa educado y cordial de los que ya van quedando muy pocos, asesoraba con
atención la elección de mis gafas.
─Estas se ajustan muy bien a su
tipo de rostro.
─No sé… parecen un poco torcidas.
─¿A ver, qué tal estas con patas autoajustables?
─¿Es que una ceja queda más alta que
la otra, no le parece?
─Con estas, se va a ver usted
como todo un ejecutivo ─contraatacaba el hombre.
─Pues, la verdad, se ven muy
elegantes, pero no siguen el contorno de los ojos.
De esa manera
transcurrió una buena hora. El vendedor
me mostraba un par de lentes y yo le hacía ver que todos los marcos estaban
desajustados. Lo curioso es que la
paciencia del buen hombre se iba agotando de manera inversamente proporcional a
la montaña de gafas que iba creciendo sobre el mostrador. Cada vez que
el tipo creía encontrar un marco perfecto para mí, yo tercamente lo rechazaba
aduciendo una imperfección.
Estoy seguro de
que así hubiéramos seguido hasta “agotar existencias” si el prototipo de
amabilidad, el paradigma del vendedor correcto, el mesías del mostrador no
hubiera reaccionado a tiempo.
─Oiga, hombre… ¿usted nunca ha
pensado en hacerse una cirugía? Hoy es
tan fácil que… ─me sugirió.
Empecé a contarle acerca de mi temor de exponer mis córneas a los rayos láser, las
posibilidades de que se fuera la luz en medio de la operación, y mi opinión
acerca de que las gafas formaban parte de mi personalidad, cuando él me
interrumpió.
─Pero si yo no me refiero a una
operación correctiva para la miopía, de lo que yo estoy hablando es de operarse
las orejas, pues me parece que tiene una de ellas más arriba que la otra ─aclaró.
Esta devastadora
afirmación tiró por el suelo mis escrúpulos frente a la compra de unas gafas casi
perfectas y logré entender porque siempre me costaba tanto trabajo encontrar un
marco adecuado para mis lentes. Me
percibí como el discípulo que acaba de recibir una lección trascendente de su
maestro y me sentí francamente tonto.
Tomé las últimas
gafas que me acababa de mostrar y se las pasé sin más
comentarios. Le entregué la fórmula,
aboné la mitad del trabajo y salí apresurado a encontrarme con un Medellín que recién empezaba a oscurecer.
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